La voz de los estudiantes

Sobre mi experiencia en campo y mi posicionamiento en la investigación
Siendo salvadoreña y migrante, desde que inicié las gestiones para realizar esta maestría tuve interés en el estudio de la migración salvadoreña pues es un fenómeno que afecta todas las esferas de la vida de El Salvador. Mi trabajo de campo se desarrolló en el Albergue para migrantes indocumentados Hogar de la Misericordia ubicado en Arriaga, Chiapas, una ciudad localizada en uno de los corredores de migración indocumentada centroamericana.
El primer acercamiento que tuve al trabajo de campo fue en abril de 2007 cuando acompañada de la Dra. María Elena Martínez nos dispusimos a visitar la Delegación del Instituto Nacional de Migración en Tapachula para sondear las posibilidades de entrevistar a los transmigrantes detenidos en esa institución. Pero por azar del destino nos encontramos con que en el parque central de Tapachula estaban transmitiendo una película sobre los transmigrantes centroamericanos. Este evento nos dio la oportunidad de encontrar en un solo lugar a personas que trabajan por los derechos humanos de este sector en Tapachula; ellos nos dijeron que los transmigrantes habían cambiado su ruta y que era más fácil encontrarlos en la ciudad de Arriaga, a cuatro horas de ahí, lugar de donde sale el tren de carga que los lleva hacia el centro de México.
Ya que jamás había oído hablar de Arriaga y ante la negativa que tuve al tratar de acercarme a un albergue en Tapachula –donde me dijeron que estaban aburridos de investigadores y estudiantes como yo– estuve cerca de un mes pensando si me dirigía a ese lugar o no, y cómo hacerlo. Estuve en ese dilema hasta que, presionada por las exigencias académicas, tomé mi mochila y me fui rumbo a Arriaga. Durante todo el camino me invadieron las náuseas, lo que siempre me pasa en viajes largos, pero esta vez eran insoportables. Al llegar a la estación de Arriaga me sentía muy mal, salí de ahí sin rumbo pues no sabía dónde estaba ubicado el albergue para emigrantes indocumentados. Mientras caminaba las primeras cuadras estaba llorando, sentía mucho miedo. Caminé varias cuadras sin atreverme a preguntar a alguien hasta que encontré a una señora joven con su bebé y con mucha timidez le pregunté por la casa del migrante. Me dijo que no sabía dónde era el lugar exactamente pero que tenía que caminar en sentido contrario unas siete cuadras, obviamente era hacia las afueras del pueblo y eso acrecentaba mis temores. Mientras caminaba tuve miedo de perderme, de que me asaltaran o que me encontrara alguna autoridad migratoria. En el camino me encontré a una anciana a la cual volví a preguntar la dirección y después de indicármela me preguntó: “¿vas pa’ arriba, niña?”. “Sí”, le respondí, sin entender que me estaba preguntando si iba para el Norte. Finalmente llegué y curiosamente las náuseas desaparecieron después de que conversé con el encargado del albergue y con unos transmigrantes, quienes me recibieron amablemente.
Las principales preocupaciones que tenían eran dos: la primera era sentir el rechazo, hacia alguien, como yo, que quiere dedicarse a la investigación académica cuando ellos tienen tantas necesidades que requieren apoyo, y la segunda, mi seguridad personal en cuanto a que mi condición de centroamericana me hacía vulnerable a las agresiones que sufren los transmigrantes indocumentados durante su viaje hacia Estados Unidos.
Al conocer el Hogar de la Misericordia me di cuenta de las necesidades de personal, por lo cual consideré importante ofrecerme como voluntaria y así apoyar en lo que fuera posible a los transmigrantes, al mismo tiempo que realizaba mi investigación. El rol de voluntaria me permitió vivir diversos escenarios como ayudante y como encargada del albergue, lo cual requirió la mayor parte de mis esfuerzos para cumplir con las responsabilidades que estos cargos implicaban, llegando incluso a cuestionarme cuáles eran mis objetivos últimos al estar en Arriaga.
Relato con detalle esta entrada a campo pues ejemplifica dos aspectos que marcaron mi trabajo y porque de ahí parto para definir la posición en la que me encuentro frente a mi sujeto de estudio, pues en este proceso cognoscitivo me sitúo como mujer, como voluntaria, como migrante, como salvadoreña y como estudiante de procesos migratorios que me atañen de manera personal y colectiva. En este sentido, la observación participante, que me sirvió como una de mis principales técnicas etnográficas, me permitió posicionarme con y a favor de los sujetos.
Los transmigrantes, por su parte, tenían sus propias percepciones sobre mi persona y el papel que yo desempeñaba en el albergue. Las representaciones más frecuentes estaban orientadas a considerarme una transmigrante, aun en el caso de que conocieran mi situación como estudiante. Esta percepción también debió haber tenido influencia sobre su comportamiento con respecto a mí, lo que me dio la facilidad de tener acceso a conversaciones de confianza. Así también me hizo objeto de todo tipo de proposiciones para que continuara mi supuesto viaje hacia los Estados Unidos, las cuales eran realizadas por transmigrantes, coyotes y guías, y podían traducirse en un consejo, en una conquista romántica o en una insistencia abrumadora.
Según James Clifford (1999) la compresión de la distancia entre investigadora e investigado, donde la primera puede ser parte de los otros, reconfigura el viaje hacia el campo como un volver al campo, un reencuentro con la cultura de la investigadora. En este sentido mi viaje si bien incluye un desplazamiento físico, más bien privilegia un volver cultural ya que provengo de una familia de emigrantes y transmigrantes salvadoreños y he crecido en un ambiente en el que amigos, compañeros y vecinos están en constante movimiento migratorio, donde yo misma inicié mi proceso migratorio. A pesar de eso tuve que hacer grandes esfuerzos para recuperar en la investigación toda mi experiencia migratoria, esta vez a la luz de las explicaciones teóricas y la convivencia con mis compatriotas y demás compañeros centroamericanos que también incidieron en este proceso de reencuentro. Fue en este reencuentro que afloraron nuevamente mis deseos de emigrar de mi país en búsqueda de lugares menos violentos para vivir y el de reunirme con mi familia en Estados Unidos después de ocho años de separación. Pero esta vez sentí que contaba con relaciones, contactos y conocimientos que facilitarían mi viaje sin documentos. Información que también considero valiosa en el caso de que alguno de mis parientes, que actualmente se encuentran en Estados Unidos, fuera deportado y deseara regresar a ese país. Me reencontré, pues, con la cultura de migración salvadoreña.
Esta manera de realizar la observación participante implicó un compromiso personal que quizá vaya más allá que el de ser investigadora, ya que de él se derivaron sentimientos y experiencias que trataré de exponer en mi tesis en la medida que aporten a los objetivos de investigación y que permitan acercarme a los sujetos en todas sus dimensiones objetivas y subjetivas. Entonces considero que este posicionamiento personal me permitió en la medida de lo posible, atravesar las fronteras que se interponen entre la investigadora y el investigado, las frontera que existe entre la persona investigadora y su investigación y la frontera entre la realidad y lo imaginado.
Referencia
Clifford, James, 1999. “Prácticas espaciales: el trabajo de campo, el viaje y la disciplina de la antropología”, en Itinerarios Transculturales, Gedisa, España, pp. 71-119.
Susana Maybri Salazar
Estudiante de Maestría en Antropología (CIESAS-Sureste)
maybri2000@hotmail.com

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