Pequeños senderos entre la observación densa de los desafiantes procesos en curso y las encantadoras profecías milenaristas.
A cierta distancia de las elecciones federales de 2006, es probable que se vea un poco mejor en ciertos sectores de la sociedad, y con alguna claridad mayor que hace un año, la utilidad de detenerse un poco más en los cientos de detalles insignificantes y decisivos de una campaña y de una elección política.
La ignorancia o desprecio de los aspectos concretos, múltiples y atendibles de las prácticas político electorales puede ser suficiente para no ganar lo ansiosamente esperado a pesar de haber sido tan profetizado; su consideración acaso permita comprender por qué no debe desatenderse lo que tal vez acabe haciendo la pequeña diferencia entre una victoria y un fracaso, cuando los contrincantes de una confrontación electoral son no más que adversarios políticos en los procesos electorales del presente. Enfocando a largo plazo los procesos políticos de las regiones indígenas de México, pero observándolas muy de cerca y también comparativamente, los antropólogos sociales van aprendiendo algo acerca de estas miopías y cegueras.
Cuando Víctor Franco y yo iniciábamos en los últimos años del siglo XX, un taller que se convertiría en el Seminario de Antropología Política en el CIESAS-DF, como antropólogos nos interrogábamos acerca de la tarea urgente de contribuir a reactivar una antropología social empírica que se mostraba adormecida frente a los acontecimientos de 1993 y 1994 en Chiapas. Sin embargo la antropología estaba en un viaje sin retorno, al verse inmersa en lo que después algunos colegas llamarían “el sueño zapatista”, al constituirse en una antropología muy poco dispuesta a asumir su vocación –la de una disciplina cuya eficacia y atractivo radica en su exigente recurso sistemático y riguroso de lo empírico– al quedar plasmada, encantada por el polifónico canto del subcomandante y sus amplios ecos mediáticos.
La observación detallada de lo ocurrido en los llanos y las sierras mexicanas durante los últimos decenios se había simplemente detenido o callado y se escuchaba fuerte una retórica que hacía de lo establecido por los etnógrafos de los años cincuenta –acerca de las dinámicas comunitarias campesinas e indígenas de aquel tiempo–, una verdad trascendental que explicaba el presente con insistencia en lo esencialmente diferente; un trasnochado maoísmo de seminaristas que parecía florecer desde Chiapas, sólo a unos pocos pasos de los cientos de miles de indígenas guatemaltecos asesinados en masa por hermanos o vecinos suyos, efectiva y velozmente convertidos en patrulleros paramilitares.
Pocos años después, esta situación azarosa ha sido afortunadamente modificada con la difusión de numerosos textos incisivos y normalmente contradictorios que han contribuido en su conjunto a una mejor comprensión del presente; en este sentido destaca Chiapas, los rumbos de otra historia, editado por la unam y el CIESAS por primera vez en 1995, y que ha contado con varias reimpresiones.
Fue útil para nosotros en este contexto recurrir a una añeja práctica, constitutiva de la singular dinámica del CIESAS y probada desde su fundación por Gonzalo Aguirre, Guillermo Bonfil, Ángel Palerm y Arturo Warman: convocar sistemáticamente a colegas de otras disciplinas y de otros países, compartir sus problemáticas, conocer sus análisis y presentar los nuestros; también llevarlos al campo con nosotros y así, intentar juntos la observación y la reflexión acerca de lo inédito.
Lo hemos hecho insistente e intensamente con juristas, sociólogos, politólogos y economistas, evidentemente con historiadores, lingüistas, agrónomos y filósofos y hasta con actuarios y matemáticos.
Lo hemos hecho con guatemaltecos y brasileñas, con ecuatorianas y bolivianos, con chilenos y españolas. Sin duda debemos esto a la urgencia de enfrentar e intentar objetivar lo novedoso, partiendo de una puesta en duda de la validez y pertinencia de nuestras propias convicciones.
En México también se vivían tiempos nuevos y algunas de estas novedades ya habían sido experimentadas y se estaban reflexionando en otros países del continente. Se votaba, se quería votar y hasta defender el voto; las elecciones se tomaban en serio y movilizaban masivamente a los ciudadanos. Y esto sucedía particularmente en el caso de los países que habían salido recientemente de regímenes dictatoriales así como en los sectores sociales subalternos o históricamente subyugados por la duradera y constitutiva relación colonial.
Que las confrontaciones electorales en los regímenes democráticos actuales se ganen o se pierdan por diferencias pequeñas, reducidas en contraste con las masivas y triunfales de antaño, no es algo que se inició en México a mitad del año pasado. Sabemos que esta situación se ha dado tanto en Alemania Federal como en Costa Rica, en los Estados Unidos de América como en Oaxaca, –más allá de los inevitables debates acerca de probables fraudes que no se buscan probar con gran cuidado, y de decisiones de tribunales que arbitran a favor de los poderosos en sociedades dotadas de tasas inéditas (y crecientes) de desigualdad y de formas novedosas de concentración del poder.
En todo caso hemos visto allí confirmarse la pertinencia actual de añejas observaciones acerca de la importancia radical de los detalles múltiples, los que al atenderse o descuidar marcan y hacen la diferencia.
Votar y ser votado: cosas de cardenales reunidos en cerrado concilio hasta ser atravesados por la gracia de una elección que sólo es divina, o de soldados enfrentando juntos a la muerte e igualados por la misma situación compartida de alto riesgo, o de los ciudadanos propietarios censados en relación con sus propiedades y otros haberes o privilegios que los habilitados para sufragar.
Pero aprendimos recién que los indios votan desde que lo pueden hacer, y mucho; hombres y mujeres, viejos y jóvenes; y que votan con mucho más interés a pesar de tener que hacerlo en condiciones generales casi siempre más costosas en tiempo y en esfuerzo que las de cualquier habitante de cualquier ciudad del país cuya casilla se encuentra al cruzar una o dos calles. ¿Será que tal esfuerzo injusto incita a votar, o que tal facilidad permite despreciar el ejercicio de tal derecho?
A lo largo de los estudios efectuados en numerosas zonas del país por muchos colegas y estudiantes, hemos aprendido que las tasas de abstención en los municipios y localidades de zonas de alta densidad interétnica son notablemente reducidas cuando se las compara con las de los municipios urbanos. Una muestra la ofrece el pueblo del municipio amuzgo de Xochistlahuaca que votaba en una proporción de más de 80% de su lista nominal, cuando en las mismas elecciones municipales de 2005 en el estado de Guerrero, los votantes del metropolitano y cercano ayuntamiento de Acapulco constituyeron poco más de 30% de los inscritos de su misma lista. La suma de estos detalles es larga y evidentemente nada de esto es estático.
A cierta distancia de las elecciones federales de 2006, es probable que se vea un poco mejor en ciertos sectores de la sociedad, y con alguna claridad mayor que hace un año, la utilidad de detenerse un poco más en los cientos de detalles insignificantes y decisivos de una campaña y de una elección política.
La ignorancia o desprecio de los aspectos concretos, múltiples y atendibles de las prácticas político electorales puede ser suficiente para no ganar lo ansiosamente esperado a pesar de haber sido tan profetizado; su consideración acaso permita comprender por qué no debe desatenderse lo que tal vez acabe haciendo la pequeña diferencia entre una victoria y un fracaso, cuando los contrincantes de una confrontación electoral son no más que adversarios políticos en los procesos electorales del presente. Enfocando a largo plazo los procesos políticos de las regiones indígenas de México, pero observándolas muy de cerca y también comparativamente, los antropólogos sociales van aprendiendo algo acerca de estas miopías y cegueras.
Cuando Víctor Franco y yo iniciábamos en los últimos años del siglo XX, un taller que se convertiría en el Seminario de Antropología Política en el CIESAS-DF, como antropólogos nos interrogábamos acerca de la tarea urgente de contribuir a reactivar una antropología social empírica que se mostraba adormecida frente a los acontecimientos de 1993 y 1994 en Chiapas. Sin embargo la antropología estaba en un viaje sin retorno, al verse inmersa en lo que después algunos colegas llamarían “el sueño zapatista”, al constituirse en una antropología muy poco dispuesta a asumir su vocación –la de una disciplina cuya eficacia y atractivo radica en su exigente recurso sistemático y riguroso de lo empírico– al quedar plasmada, encantada por el polifónico canto del subcomandante y sus amplios ecos mediáticos.
La observación detallada de lo ocurrido en los llanos y las sierras mexicanas durante los últimos decenios se había simplemente detenido o callado y se escuchaba fuerte una retórica que hacía de lo establecido por los etnógrafos de los años cincuenta –acerca de las dinámicas comunitarias campesinas e indígenas de aquel tiempo–, una verdad trascendental que explicaba el presente con insistencia en lo esencialmente diferente; un trasnochado maoísmo de seminaristas que parecía florecer desde Chiapas, sólo a unos pocos pasos de los cientos de miles de indígenas guatemaltecos asesinados en masa por hermanos o vecinos suyos, efectiva y velozmente convertidos en patrulleros paramilitares.
Pocos años después, esta situación azarosa ha sido afortunadamente modificada con la difusión de numerosos textos incisivos y normalmente contradictorios que han contribuido en su conjunto a una mejor comprensión del presente; en este sentido destaca Chiapas, los rumbos de otra historia, editado por la unam y el CIESAS por primera vez en 1995, y que ha contado con varias reimpresiones.
Fue útil para nosotros en este contexto recurrir a una añeja práctica, constitutiva de la singular dinámica del CIESAS y probada desde su fundación por Gonzalo Aguirre, Guillermo Bonfil, Ángel Palerm y Arturo Warman: convocar sistemáticamente a colegas de otras disciplinas y de otros países, compartir sus problemáticas, conocer sus análisis y presentar los nuestros; también llevarlos al campo con nosotros y así, intentar juntos la observación y la reflexión acerca de lo inédito.
Lo hemos hecho insistente e intensamente con juristas, sociólogos, politólogos y economistas, evidentemente con historiadores, lingüistas, agrónomos y filósofos y hasta con actuarios y matemáticos.
Lo hemos hecho con guatemaltecos y brasileñas, con ecuatorianas y bolivianos, con chilenos y españolas. Sin duda debemos esto a la urgencia de enfrentar e intentar objetivar lo novedoso, partiendo de una puesta en duda de la validez y pertinencia de nuestras propias convicciones.
En México también se vivían tiempos nuevos y algunas de estas novedades ya habían sido experimentadas y se estaban reflexionando en otros países del continente. Se votaba, se quería votar y hasta defender el voto; las elecciones se tomaban en serio y movilizaban masivamente a los ciudadanos. Y esto sucedía particularmente en el caso de los países que habían salido recientemente de regímenes dictatoriales así como en los sectores sociales subalternos o históricamente subyugados por la duradera y constitutiva relación colonial.
Que las confrontaciones electorales en los regímenes democráticos actuales se ganen o se pierdan por diferencias pequeñas, reducidas en contraste con las masivas y triunfales de antaño, no es algo que se inició en México a mitad del año pasado. Sabemos que esta situación se ha dado tanto en Alemania Federal como en Costa Rica, en los Estados Unidos de América como en Oaxaca, –más allá de los inevitables debates acerca de probables fraudes que no se buscan probar con gran cuidado, y de decisiones de tribunales que arbitran a favor de los poderosos en sociedades dotadas de tasas inéditas (y crecientes) de desigualdad y de formas novedosas de concentración del poder.
En todo caso hemos visto allí confirmarse la pertinencia actual de añejas observaciones acerca de la importancia radical de los detalles múltiples, los que al atenderse o descuidar marcan y hacen la diferencia.
Votar y ser votado: cosas de cardenales reunidos en cerrado concilio hasta ser atravesados por la gracia de una elección que sólo es divina, o de soldados enfrentando juntos a la muerte e igualados por la misma situación compartida de alto riesgo, o de los ciudadanos propietarios censados en relación con sus propiedades y otros haberes o privilegios que los habilitados para sufragar.
Pero aprendimos recién que los indios votan desde que lo pueden hacer, y mucho; hombres y mujeres, viejos y jóvenes; y que votan con mucho más interés a pesar de tener que hacerlo en condiciones generales casi siempre más costosas en tiempo y en esfuerzo que las de cualquier habitante de cualquier ciudad del país cuya casilla se encuentra al cruzar una o dos calles. ¿Será que tal esfuerzo injusto incita a votar, o que tal facilidad permite despreciar el ejercicio de tal derecho?
A lo largo de los estudios efectuados en numerosas zonas del país por muchos colegas y estudiantes, hemos aprendido que las tasas de abstención en los municipios y localidades de zonas de alta densidad interétnica son notablemente reducidas cuando se las compara con las de los municipios urbanos. Una muestra la ofrece el pueblo del municipio amuzgo de Xochistlahuaca que votaba en una proporción de más de 80% de su lista nominal, cuando en las mismas elecciones municipales de 2005 en el estado de Guerrero, los votantes del metropolitano y cercano ayuntamiento de Acapulco constituyeron poco más de 30% de los inscritos de su misma lista. La suma de estos detalles es larga y evidentemente nada de esto es estático.
Francois Lartigue
Investigador del CIESAS-DF
lartigue@ciesas.edu.mx
Investigador del CIESAS-DF
lartigue@ciesas.edu.mx
No hay comentarios.:
Publicar un comentario